La sombra del desprecio: la propuesta de enviar ‘a los delincuentes’ a la lejanía


De repente aparecen aquellas mentes iluminadas que proponen que “a los delincuentes” se los confine en un territorio lejano. Si es de clima hostil y de poca comunicación con los centros urbanos que a todos le importan, mejor aún.

“Pero mirá qué lindo que es el penal de Ushuaia para llenarlo de narcos”, propone Agustín Romo, diputado de la provincia de Buenos Aires por La Libertad Avanza en en la red social X. Afirmando que la lejanía, el aislamiento físico y las condiciones “inhabitables” de la isla la hacen ideal para desprenderse de lo que en su perfecta sociedad no sirve.

Tierra del Fuego como depósito de lo que algunas personas, que se erigen en una superioridad moral autoimpuesta, consideran desperdicio. Está todo tan mal en aquel deseo, que desmembrarlo y analizarlo se torna complicado y de a ratos raya con la herida en el amor propio.

Porque hoy hablan de «narcos», pero mandar «delincuentes» a Tierra del Fuego no es una idea novedosa. Y los «delincuentes» no son producto de la obra y gracia del Espíritu Santo. Las decisiones económicas, sociales, de desarrollo y humanas, tal vez tengan algo que ver.

Primero, pensar en la provincia que habitamos, que ha sido largamente denostada, bastardeada y golpeada. Alejada de cualquier conexión sencilla, desconectada del resto del país por un estrecho que de a ratos se hace océano, desprestigiada por lobbistas con tanto ahínco que todavía hay que tomarse el trabajo de explicar y hacer docencia ante cada artículo tendencioso que habla de la industria nacional. Procesos productivos menospreciados, resultados finales criticados mientras miles de aparatos electrónicos funcionan en millones de hogares argentinos.

Que vivimos de prestado, que se gasta en este pueblo todo el dinero público, que ni deberíamos ser provincia, que las Malvinas son británicas y nos dejemos de joder… la lista sigue. Nos convertimos en receptores interminables de críticas vacías y sin sustento, pero que se repiten tanto que refutar hasta lo más obvio termina siendo una tarea titánica.

Un patio trasero caro”, dijo otro usuario de la misma red social. “Nuestro propio Alcatraz. Sí.”, contestó otro. Una pesadez que se transforma en malhumor que no puede ser comprendido. Se lucha contra los molinos de viento. Contra las grandes corporaciones mediáticas, contra la instalación suspicaz del desperdicio de dinero del erario público, contra el bendito “rol de los medios”.

Todo eso abre la última de las puertas, la de creerse autorizado a afirmar que como “allá en el culo del mundo” nada bueno puede haber, podemos mandarle lo que en esta sociedad no está -ni quiere ser- moralmente aceptado. 

Aparece una vieja melodía infantil española, una que resuena cuando aparecen aquellos que se asumen impolutos.

Tanto reloj de oro,

tanta cadena,

luego vas a su casa

y allí no hay cena.

Con morales dudosas de oficinistas que se llevan la resma de papel para imprimir en casa, de abogados defensores de culpables, de señaladores de vidas ajenas cuando adentro de sus casas no pueden lavar ni sus propios platos.

Los superiores demandan que la escoria se esconda donde no se note, donde las condiciones puedan ser lo más precarias, lo más humillantes y lo más hambrientas. No importa si allí convive el ladrón de gallinas y el depredador sexual. Si le falló a la sociedad no hay oportunidad que valga.

El escalón de la superioridad es tan alto que les da la sensación infame de que “todo se consigue con esfuerzo”. Dan un ejemplo, dos, el propio, el del primo y siempre aparece algún vecino que refuerza la teoría. “Yo crecí en una casa pobre y no soy delincuente”, creyendo que la historia que cuenta su ombligo es la historia de todos los demás.

Desconocen el mundo donde la violencia es el pan de cada día, donde estudiar es casi una burla y que los chicos son expulsados de las escuelas con tanto desprecio que parece que salieron escupidos. Y que se los escupe a un mundo donde serán manipulados, usados y corrompidos, pero también serán abandonados, ignorados y despreciados. Crecerán en un laberinto con una arquitectura tan perfectamente cruel que son pocos los que logran encontrar la verdadera salida.

Allá afuera hay un hambre que quizás ninguno de los lectores reconozca. Es el hambre de no saber que se tiene hambre. O sueños.

La guerra contra los narcos es mucho más profunda e intrincada. Nadie señala a los encubridores, a los que permiten que la droga se comercialice, se difunda, se venda y se cobre. Nadie señala a los financistas, a los que de verdad se llenan los bolsillos. Nadie señala a los que aceptaron aportes de campaña de dudosa procedencia. Es más fácil llenar las calles de policías y soldados, haciendo circo para capturar dealers, mulas y adictos, pero nunca tocar a los responsables de la política, la justicia y la seguridad. 

El abuso constante, la naturalización de la violencia y de los estereotipos. Escondamos lo que no sirve. Levantemos la alfombra gigante con forma de isla triangular y barrámoslos debajo. Si están lejos, si están tapados, si están lo suficientemente oprimidos, por ahí tenemos suerte y nadie se acuerda de que existen.


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