Todos los días, a toda hora. Personas que conocemos del barrio, del trabajo, de las redes, de la vida diaria. Todo el tiempo despidiendo gente.
Resulta abrumador acostumbrarse a tener que decir adiós cada día. La vecina de la infancia, el playero de toda la vida, el tuitero de los memes, el compañero de la facultad. Adiós, todo el tiempo. Como si nada.
Qué desolador convivir con la muerte, sabiendo que 2 de cada 3 personas que entran a terapia intensiva no van a salir. Un adiós solitario, invadido de ruidos de aparatos extraños.
Una relación impensada con la muerte. La costumbre de poner el listón negro porque simplemente sucede. Está ahí. Acechando para dar el golpe sin avisar. Sin importar la edad, la familia, la pasión ni el miedo.
Comprendidos en un adiós infinito, incesante, temeroso. Subsistir a la despedida. Permanentemente. Tapada la boca, parecen tapados los ojos. Insoportable obviedad de no alcanzar nunca la suficiente rugosidad en la piel y en el alma, para que deje de afectar.
Crecemos sabiendo que en algún momento de la vida deberemos despedir a personas que queremos, pero nadie está listo para que sucede todo el tiempo, todos los días, en todos lados.
Te suplico que me avises
Si me vienes a buscar
No es porque te tenga miedo
Solo me quiero arreglar
Dame tiempo. Se van sin despedirse.
Insoportable.
María Fernanda Rossi