Cuando empecé a trabajar en periodismo, me pregunté cómo hacían algunos medios para publicar un perfil, un obituario, un registro de la vida de alguien en el mismísimo instante en que se confirmaba su deceso. En ese momento me explicaron que para figuras de alto perfil siempre hay un texto escrito, esperando para cuando sea necesario publicarlo. Y eso estoy haciendo ahora.
En la noche del 12 de octubre de 2022, nos explicaron que ya no había vuelta atrás y que el desenlace era inminente. A partir de ese momento solo pude pensar en tres cosas: en mi amiga de toda la vida, en su sobrina de 15 años y en este texto.
Mientras hago esta introducción suena Roxette y absolutamente de la nada, la playlist cambia y escucho cantar a Marcos Witt “mi corazón rebosa de palabras”.
Luz María Andrade: hija, madre, tía y hermana mayor, pero no solo dentro de los muros de su casa. Luz cumplió siempre alguno de esos roles con todas las personas que la conocimos.
46 años de pura vida. Una vida dedicada a sus pasiones y a su familia. Dadora de todo lo que poseía. Compartidora de anécdotas y generadora indiscutible de miles de historias.
Luz María dejó la vida en la cancha. En su cancha y en su ley. Dándolo todo hasta el último momento. Una marea humana haciéndose lugar en el hospital de nuestro pueblo. Hoy mucho más grande. El hospital y el pueblo.
El hoyuelo en su mejilla y la risa contagiosa. El reto y la advertencia para que nadie se meta en un lío. Cuidadora de un sinfín de personas. Niños, niñas, adolescentes, adultos. No había distinción de edad o género para ponerse debajo de su ala. Ella era así, abierta y generosa para brindar su amistad, su experiencia y su tesón.
Las canchas ya no serán las mismas. Los rectángulos de juego se volverán a llenar y las pelotas rodarán y volarán, pero siempre hará falta ese pedacito de pasión que Luz se llevó con ella.
Luz y Fuerza, el club de sus amores. Igualito a ella. Azul y negro. Pero también amarillo y verde, porque Sergio Andrade no solo fue su padre, sino su futuro.
Tampoco faltaron el manto anaranjado y celeste de su provincia amada y el celeste y blanco de la bandera argentina. Representó a todos y todas. En todos lados, a cada instante. Fue parte inexorable del destino del deporte local.
Gladys, su mamá, abraza y consuela a todo mundo que se acerca a darle el pésame y se derrite en sus brazos. Nadie quiere creer lo que está sucediendo y ella lo cree, lo acepta y nos explica por qué tenemos que estar orgullosos de su hija. Todos lo sabemos, pero que Gladys sea la responsable de hacernos acordar de cada detalle, también habla de la sangre de corría por las venas de Luz María.
Ella siempre decía con orgullo que era “hija del Mata”, pero también de Gladys. La entereza y la fortaleza tienen una línea sucesoria que no termina. También es parte de Valeria, que aguanta los embates, a pesar de recordarle muchas veces que no es necesario que sea fuerte. Es fuerte porque le nace desde las entrañas. Ya habrá tiempo de llorar.
Se hizo espacio en un mundo de hombres a fuerza de ser ella misma. Ganó su lugar en el futsal, en el handball y el deporte fueguino en general, simple y complicadamente porque se lo propuso.
Luz María se va con una pelota en la mano, a reencontrarse con el gran amor de su vida, su padre. Se va habiendo dejado huella. Se va sin decir adiós porque ella no está para despedidas. Está para trascender. Y eso hace.
Se va porque así tenía que ser. No hay reclamos. No hay “por qué” pues fue tan grande su “para qué” que ya no hizo falta más. Nos deja con una marca en el corazón y con la responsabilidad de honrarla dentro y fuera de las canchas.
Luz María. Eso. Luz. Pura Luz.