Cuando la memoria estorba: el peligro de borrar nuestra historia 


En estos días, mientras se multiplican las noticias sobre cierres de espacios de memoria, museos y sitios que honran a las víctimas de la última dictadura militar, no puedo dejar de pensar en una pregunta inquietante: ¿qué sucede cuando un gobierno decide que recordar es incómodo?  

Opinión: María Fernanda Rossi

foto: Pausa.com.ar

El actual gobierno de Javier Milei parece decidido a desmantelar no solo los espacios físicos de la memoria, sino también la conciencia colectiva que esos lugares representan. Los argumentos detrás de estas decisiones se disfrazan de neutralidad: “escuchar la otra campana”, “superar las divisiones”, “avanzar como sociedad”. Pero en el fondo, estas acciones intentan algo mucho más oscuro: diluir la verdad histórica, relativizar el horror y poner en duda hechos que no son materia de debate, sino verdades documentadas.  

La teoría de los dos demonios, que este gobierno parece querer imponer como narrativa oficial, no es nueva. Se trata de una mirada simplista y perversa que busca equiparar a las víctimas con sus verdugos, como si el terrorismo de Estado fuera un mero capítulo de un enfrentamiento entre partes iguales. Pero no lo es. Hablar de dos demonios implica ignorar que una de esas partes usurpó el poder, organizó un aparato represivo clandestino y utilizó los recursos del Estado para secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer a miles de personas.  

Salvando las distancias, y entendiendo que no se trata del mismo caso, pero sirve como ejemplo en cuanto al consenso mundial, imaginen por un momento si en Alemania se permitiera poner en tela de juicio el Holocausto, si se relativizara la magnitud de sus crímenes o se le diera espacio a las justificaciones nazis en nombre de “escuchar todas las voces”. Ese nivel de negacionismo es impensable. Sin embargo, en Argentina, la memoria parece estar en riesgo bajo el argumento de la pluralidad de ideas.  

Cuando se cierran espacios de memoria, lo que se apaga no son solo luces en un edificio. Se silencian las voces de las madres y abuelas que aún buscan a sus nietos. Se invisibiliza el dolor de las familias que nunca pudieron despedir a sus seres queridos. Y se desmantela el compromiso con el “Nunca Más”, ese pacto social que prometimos como país para evitar repetir el horror.  

La memoria no es un capricho ni un lujo. Es una herramienta para construir futuro, para entender quiénes somos y para asegurarnos de que el sufrimiento y la injusticia no se repitan. Los datos sobre los crímenes de la dictadura no son opiniones. Son hechos probados en juicios históricos, con testimonios desgarradores y evidencia contundente.  

No se puede equiparar a quienes defendieron la democracia con quienes la destruyeron. No se puede poner en igualdad de condiciones a quienes lucharon por la vida con quienes operaron centros clandestinos de tortura. Y si hubo delitos, entonces debió y deberá actuarse conforme a la ley. Secuestrar, desaparecer, torturar y matar, no son mecanismos de la Justicia. Aún a los genocidas más sangrientos se le dio la oportunidad del juicio justo en la Argentina. No se trata de “escuchar todas las campanas”; se trata de reconocer lo que ocurrió, porque solo desde esa verdad podemos construir una sociedad más justa.  

Cuando un gobierno intenta borrar la memoria, en realidad está sembrando la posibilidad del olvido. Y el olvido es el terreno fértil para la repetición de los errores más graves de la historia. Hoy más que nunca, mantener viva la memoria no es solo un acto de resistencia; es un acto de amor y responsabilidad hacia las generaciones que vienen.  

La memoria no estorba. Lo que estorba es la verdad cuando se gobierna con miedo a enfrentarse a ella.  


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