Anoche, mientras Río Grande era iluminada por relámpagos que rasgaban el cielo en plena madrugada, la naturaleza nos dio un recordatorio ineludible: el cambio climático no es una teoría ni una posibilidad lejana. Es una realidad que ya está golpeando nuestras puertas.
Una tormenta eléctrica en Tierra del Fuego, una de las regiones más australes del mundo, es un fenómeno tan inusual como inquietante. Aquí, donde los vientos fuertes y las nevadas suelen ser el sello distintivo, los truenos y relámpagos nos resultan tan exóticos como perturbadores.
¿Por qué ocurrió? Los científicos no dudan en señalar al cambio climático como un factor que está alterando los patrones climáticos tradicionales. El aumento de las temperaturas globales intensifica los ciclos de evaporación y condensación, generando fenómenos extremos en lugares donde antes eran impensados.
Sin embargo, más allá de las explicaciones técnicas, lo que inquieta es nuestra resistencia a creer. Es fácil mirar una tormenta eléctrica y pensar en una “curiosidad meteorológica”. Es mucho más difícil aceptar que estas señales son avisos de que estamos transformando el planeta de manera irreversible.
«Creer» en el cambio climático no es solo una cuestión de fe en la ciencia. Es reconocer que nuestras acciones tienen consecuencias y que ignorar esas consecuencias nos pone en peligro. Creer significa aceptar que no hay un “lugar seguro” frente a la crisis climática. Ni los polos, ni el trópico, ni la Patagonia.
La tormenta eléctrica de anoche debería ser un llamado de atención para todos. No basta con observar los cielos y sorprendernos. Necesitamos actuar. Desde exigir políticas públicas más ambiciosas hasta revisar nuestras prácticas cotidianas, el cambio empieza por cada uno de nosotros.
Porque, al final del día, «creer» en el cambio climático no es solo una cuestión de conocimiento. Es una forma de responsabilidad y amor por el único hogar que tenemos. Y después de lo de anoche, ¿todavía no creés?
